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La humanización de la muerte vista por un oncólogo

El hombre es el único ser en el mundo, como señala Voltaire, que sabe que debe morir, y la experiencia es la única razón por la que lo sabe.

Dr. José Andrés Moreno Nogueira, presidente del Comité Técnico de la AECC de Sevilla

El hombre es el único ser en el mundo, como señala Voltaire, que sabe que debe morir, y la experiencia es la única razón por la que lo sabe. La sociedad en la que estamos inmersos hace todo lo posible para que tengamos una clara tendencia a escapar de la consciencia de la muerte, al vivir empeñados en que lo importante es el bienestar físico, lo que tiene que ver poco con la realidad de nuestra condición humana. Esta sociedad ha secuestrado a la muerte y pone en marcha mecanismos de huida y evasión ante un hecho que es inevitable.
Desde el punto de vista biológico se puede estar de acuerdo con R. Pérez Tamayo, que en una conferencia (México, enero de 2008) sobre el final de la vida, se plantea la pregunta: ¿Por qué existe la muerte? Nos señala que la «desaparición de los individuos es una parte esencial del proceso evolutivo, el final de todos los experimentos de la naturaleza, investigadora incansable de nuevas formas de adaptación entre sus dos reactivos fundamentales: la vida y el medio ambiente». «La muerte permite la renovación de las poblaciones que participan en la selección natural frente a las condiciones siempre cambiantes del medio ambiente». «La muerte es necesaria, es indispensable para la vida. Sin muerte no hay renovación, no hay recambio». Por tanto la muerte es una necesidad biológica, estamos programados para morir después de vivir.
Ante un hecho inevitable como es la muerte, muchos piensan en la actualidad, que la eutanasia e incluso el suicidio asistido deben ser considerados cuando la enfermedad, como puede ser el cáncer, es causa de un sufrimiento extremo y la vida ya no es digna, debido a que la calidad de vida está tan deteriorada que no merece la pena vivirla. Se asocia así eutanasia, suicidio asistido y muerte digna. Los médicos, en palabras de G. Herranz, «no pueden eludir una seria discusión sobre la muerte y el morir en sus relaciones con la dignidad humana».
Somos protagonistas importantes, especialmente en la asistencia oncológica, donde un gran número de pacientes van a morir por la progresión de su enfermedad con un grado de sufrimiento ineludible en el mejor contexto de Cuidados Paliativos, y con un deterioro indudable de su calidad de vida. Ante este hecho y, siguiendo a G. Herranz, hay dos actitudes principales: los que proclaman la dignidad intangible de toda vida humana, incluso en el trance del morir, y los que piensan que la vida humana es un bien precioso, dotada de una dignidad excelente, que sufre fluctuaciones en el transcurso del tiempo hasta el punto en que puede extinguirse y desaparecer. Estos homologan dignidad con la calidad de vida; cuando ésta decae por debajo de un nivel crítico, la vida dejaría de ser verdaderamente humana y, entonces, anticipar la muerte podría ser la solución deseada y dignificante.
La dignidad del hombre es un hecho universalmente reconocido, no sólo desde el punto de vista religioso, sino también del Derecho, y en particular la del enfermo terminal. La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa afirma que «el deseo de morir de los pacientes terminales o los moribundos no constituye ningún derecho legal a morir a manos de otra persona». Partiendo del hecho de que la eutanasia, y mucho menos el suicidio asistido, no forman parte del acto médico, los médicos tienen, desde mi punto vista, todo el derecho a rechazar su participación en estas situaciones, por ser un atentado contra la vida humana. Sin embargo, debemos tener presente que existen conflictos entre la ley y la consciencia. Por un lado, existe el deber de la obediencia que impone una norma legal (países con la eutanasia reconocida), y por otro el deber de resistirla desde la norma moral, que radica en la conciencia individual.
Si un gobierno legaliza la eutanasia entra en juego la objeción de conciencia, al surgir el conflicto ético entre el deber que tiene el médico de seguir su propia conciencia y el deber normativo de prestar una determinada «asistencia». El médico debe ser consciente de que un reconocimiento de la eutanasia le afectará directamente y entrará en un conflicto ético y legal. Muchos pensamos que sería legalizar una injusticia, porque el valor de la vida humana no depende de cómo estén sus condiciones vitales en ese momento.
La alternativa a la eutanasia es la humanización de la muerte: ayudar al enfermo a vivir lo mejor posible el último periodo de su vida. Hay que pensar que el gran objetivo del paciente en estos momentos finales es «no sufrir y no hacer sufrir». La Medicina Paliativa practicada con toda competencia es la respuesta, y no puede quedar subordinada a la práctica de la eutanasia —mucho más económica—, que mermaría su desarrollo y progreso. Nadie pierde el derecho a vivir por una enfermedad terminal, una vida vegetativa duradera o una incapacidad.
Todo esto nos lleva a recalcar el papel de los Cuidados Paliativos en el control de los síntomas en final de la vida y como una parte importante de la humanización de la muerte. La Medicina Paliativa representa el respeto a la vida y el reconocimiento de lo inevitable como es la muerte, evitando la discriminación de los más débiles.
Los cuidados al final de la vida, como señala J. Sanz Ortiz, son cuidados intensivos de confort, cuyo objetivo principal es el bienestar de la persona, sin olvidarnos de la familia, ya que la prolongación de la enfermedad les origina un gran desgaste. Es importante saber que los Cuidados Paliativos «ni aceleran ni detienen el proceso de morir. No prolongan la vida ni tampoco aceleran la muerte. Solamente intentan estar presentes y aportar los conocimientos especializados durante la fase terminal y en un entorno que incluye el hogar, la familia y los amigos». Como parte integrante de estos cuidados está lo que se conoce como sedación terminal, aplicable a un cierto número de casos con signos clínicos de agonía. Su objetivo es «aliviar un sufrimiento físico y/o psicológico inalcanzable con otras medidas, mediante la administración de fármacos que disminuyen de forma clara y suficientemente profunda la conciencia del paciente, cuya muerte se prevé muy próxima, con el consentimiento explícito, implícito o delegado del mismo». Es una actuación éticamente correcta que busca mitigar el sufrimiento, aunque existiera un riesgo posible de acortar los días de vida, pero no es su objetivo. Su aplicación debe ser dirigida por personal especializado, pero siempre en contacto directo con el médico responsable que conoce y ha llevado todo el proceso. Esto, en el campo de la Oncología, es una actitud incuestionable y forma parte del concepto de humanización de la muerte. Por ello, la eutanasia no es la mejor respuesta al sufrimiento en el final de la vida. Sería un fracaso tener que admitir la eutanasia o el suicidio asistido como la mejor alternativa al control del sufrimiento.
En esta situación, la comunicación e información juegan un papel clave, pero ello requiere un conocimiento completo de la patología del paciente y del entorno familiar.
En la actualidad, el desarrollo tecnológico de los medios diagnósticos y terapéuticos, incluidos los farmacológicos, hace que puedan existir con frecuencia aplicaciones excesivas, con un coste muy elevado, cuando la enfermedad neoplásica progresa a pesar de todo. El propio paciente es, a veces, más realista que el médico, preguntándose hasta qué punto es conveniente seguir adelante. Es indudable que puede resultar complejo y difícil establecer los límites entre los medios diagnóstico/terapéuticos proporcionados y los desproporcionados, entre la indicación prudente de un tratamiento que puede ser eficaz, y la obstinación terapéutica sin rentabilidad alguna. Estamos hablando del encarnizamiento terapéutico, que está rechazado precisamente por el Código de Ética y Deontología, por los movimientos pro-vida y por los pro-eutanasia. Lo destacable es que todos señalan que el encarnizamiento o ensañamiento terapéutico es un atentado a la dignidad de morir, o, mejor dicho, a la humanización de la muerte. La obstinación terapéutica es un error médico y ético de difícil justificación. La distinción entre matar al paciente y cesar el tratamiento para permitir que el paciente muera, puede ser muy sutil, pero debemos distinguir, desde el punto de vista ético, que no es igual «dejar morir» que «quitar la vida».
Para terminar, desearía resaltar la inapropiada expresión de la «muerte digna» o «morir con dignidad»; la dignidad de un paciente no es cuestionable. El teólogo Paul Ramsey consideraba que esa expresión constituye en la práctica un error que se añade al proceso de morir. De hecho su trabajo más conocido sobre el tema lo tituló «La indignidad de morir con dignidad». Los médicos debemos evitarle a los pacientes indignidades como el encarnizamiento terapéutico, pero sí debemos mitigar los signos de sufrimiento de esa fase final de la vida, con la aplicación de unos Cuidados Paliativos correctos, exigiendo a la sociedad la importancia de estos cuidados y la investigación sobre los mismos, ya que constituyen la esencia de la humanización de la muerte. Se puede controlar y paliar el dolor, la angustia, la ansiedad, los signos de la agonía que destruyen la dignidad del hombre en esa situación inevitable que es la muerte, pero la muerte, indudablemente, siempre llevará un grado de sufrimiento porque forma parte de la vida humana. La eliminación del que sufre no puede ser nunca humanitaria, ni respetuosa con la dignidad humana.